Carta a quienes sufren ataques de pánico
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Carta a quienes sufren ataques de pánico


Si hay algo que no le desearía ni al peor de mis enemigos, ni a la persona más malvada, más perversa con que me cruce, es que sufra ataques de pánico.

Se te hiela la nuca, como si te apoyaran una barra de hielo, pero sentís la cabeza caliente; tiritás; sentís que perdés el control de lo que pensás; que te aparecen pensamientos buenos y malos de golpe, muy seguido, como si se te abrieran varias ventanas de Windows y no podés frenarlo; que nada tiene sentido en la vida; que te morís; no sabés si pararte, caminar, sentarte, acostarte, boca arriba, boca abajo, de costado; te falta el aire, respirás hondo y más hondo; el corazón se te estruja como un trapo de piso, se endurece, como queriendo salirse del pecho; no sabés si tomar azúcar o sal; creés que hay que beber mucha agua, y te bajás un litro; te sentís con la panza llena; entonces, otra vez sentís que te falta el aire, y aún más; querés ir al baño o salir del lugar donde estás e ir a la calle a respirar más hondo, y que pase, pero no pasa. ¡Y es una espiral que crece y crece y crece y crece, y no la podés detener…! Pero ¿sabés qué? Al final sí pasa.

Siempre pasa. Es una pesadilla estando despierto. Y como toda pesadilla, pasa. Y todo vuelve a tener sentido. Vuelve la claridad. Vuelve la calma. Y podés volver a trabajar, comer, pasear, ver una película, leer un libro, sonreír, subirte al colectivo o al subte, charlar con otra persona, amar, tener sexo, jugar a las cartas, correr en el parque, bañarte con agua caliente, cocinar, viajar en avión. Todo se puede volver a hacer. Lo juro. Y nadie te va a considerar un loco. Y nadie te va a dejar de querer.

El pánico puede volver a atacarte. Sólo hay que aprender a impedir un nuevo golpe; a desasociar los momentos, los lugares, las situaciones, las comidas, los olores, los objetos que están conectados psíquicamente con el ataque de pánico, que han dejado una huella en la mente, y tratar de reconciliarse con ellos.

A veces no llega a ser tan grande el ataque. Es un paniquito, diríamos, una aflicción que dura poco y se va. Controlar la situación, la manera de hacerlo, es algo muy personal, que quizás lleve tiempo. Sabiendo que es una situación que pasa, que se termina, hay que calmarse y buscar el mejor camino. Cada uno sabrá de qué manera: hablar con amigos, hacer terapia, hacer yoga, meditar, caminar escuchando canciones que nos traigan buenos recuerdos, hacer pasear el perro, ver una serie, comer un chocolate, pintar, cocinar, ponerse a escribir o simplemente no hacer nada. Es descubrir qué nos da miedo, enfrentarlo aunque duela, aunque angustie, aunque nos dé miedo a tener miedo —porque existe el miedo al miedo—, y tratar de evitarlo luego, alejarse de eso que nos atormenta y causa pánico, que es como una fobia pero en este caso encubierta, que actúa de golpe, sorprendiéndonos, poniéndonos en un abismo, que es irreal. Porque todo, absolutamente todo, está en la cabeza. Nada fuera de ella.

No vengo a escribir esto para solamente describir un ataque de pánico, sino para describírtelo, decirte que lo sufrís no solamente vos, sino muchísimos más y asegurarte que pasa. Quedate tranquilo, que pasa. Re pasa. Recontra pasa. Y en la mayoría de los casos no vuelve.

Quizás una clave sea no barrer la mugre y meterla debajo de la alfombra. Sino barrerla, meterla con la pala en una bolsa de supermercado, ponerla en el canasto de la basura y que el camión se la lleve a la mierda para siempre. Pero, calma, que eso puede llevar un tiempo. El que sea necesario. No te fijes plazos. Porque los plazos causan ansiedad. Y la ansiedad causa pánico. Y así todo se va al diablo. Calma. Mucha calma. Siempre que puedas, no dudes ni un poco en recurrir a tu entorno, amigos, familia, en lo posible, porque eso ayuda a que pase más rápido. Y luego, con tranquilidad, con tiempo, tratá de reflexionar qué pudo haberlo ocasionado, por qué aparece cada tanto. No confundás la diversión y el goce vacío y pasajero con el placer genuino y duradero, que quizás es lo que esté faltando. Hay algo ahí dentro que es lo que jode, lo que atemoriza, que provoca incertidumbre. Tratá de alejarte de las cosas que te metan presión, de ser menos autoexigente —¡demasiado te rompen las bolas en la facultad o en el laburo o la propia familia e inclusive hasta los amigos, como para andar exigiéndote vos mismo!—. Intentá satisfacerte más, identificar los factores que te generen ansiedad, que te agitan cotidianamente, que te hacen querer todo ya, todo ya, todo ya, todo ya, que te hacen pensar que una gripe es la muerte directa o que un dolor de panza es un cáncer de estómago. No es así. Repito: no es así. O creer que la turbulencia es que el avión se está por caer, cuando en realidad podés tomarla como las cosquillas de las nubes, porque los movimientos siempre pasan y el avión siempre sigue su rumbo. Esos fantasmas que comienzan a multiplicarse en segundos en la cabeza y te espantan y te causan el ataque de pánico. Esos fantasmas que sólo existen en tu cabeza. Esos fantasmas que hay que soplarlos, y se van. Porque son humo. Porque no existen. Y no hay que darles la más mínima entidad.

Si hace falta medicación, clonazepam, por ejemplo, hay que tomarla. Si hace falta hacer terapia, hay que hacerla. Hay que sacarse los mandatos y los prejuicios de encima. Nadie está loco. O todos lo estamos. Y estamos para acompañarnos. Mucha gente sufre estos martirios. Y es recomendable consultar a profesionales. Ponerse las pilas con eso. Pueden parecerte chantas, porque somos incrédulos, porque cuando sufrimos pánico somos racionales, escépticos, pero en verdad ellos son los que saben. O, en todo caso, nadie sabe más que ellos cómo parar el pánico y ayudarte a encontrar una vida en paz.

No trafiques clonazepam, alprazolam o el que sea. No te automediques. Acudí al médico psiquiatra, si fuera necesario, y a un psicólogo, si también lo considerás necesario. Está comprobado que se sale de estos tormentos con ayuda farmacológica y terapéutica. Aunque a veces no hace falta ninguna de las dos. Pero si te aquejan los pánicos, aunque sean sensaciones, o paniquitos, una consulta nunca está demás. Nadie te va a abducir, como una nave extraterrestre, a su consultorio ni a su diván. Siempre está la chance de decir amablemente que no, que lo vas a intentar de otra manera. Siempre hay posibilidades de cambiar de médico y de terapeuta. Algunos probaron con homeopatía y salieron. Otros se separaron de su pareja y salieron. Otros renunciaron al laburo, que les quemaba la cabeza, y salieron. Otros salieron por sí solos sin cambiar nada, y nunca más volvió el pánico. La salida es un punto de vista. La terapia y el tratamiento farmacológico, si se necesitaran, son un traje a medida. Pero los sastres no son nuestros amigos. Los sastres son los profesionales, los que saben.

Los ataques de pánico son un infierno que muchos sufrimos. Son la tortura de nuestra propia mente. Pero la vida hay que vivirla. Y del infierno se sale. Y se sale fortalecido. Porque aunque aprendemos a los golpes, que son los ataques de pánico, aprendemos de verdad, nos conocemos más para ser felices y para vivir en paz. No tengas miedo, que todo pasa. Y es para estar mejor.

·El autor es periodista y trabaja en la agencia Noticias Argentinas.

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