La abismal diferencia entre reaccionar y responder
La nueva realidad requiere que cambiemos de mentalidad, abandonando la postura victimista y reactiva a una nueva mentalidad sustentada en la responsabilidad y la proactividad.
El cambio de mentalidad individual es el motor de la transformación de las empresas y del sistema en el que vivimos. Así, en la medida en que este proceso se vaya extendiendo y consolidando, lenta pero paulatinamente vamos a presenciar el amanecer de la denominada «sociedad orgánica». Es decir, una sociedad construida sobre los principios y valores éticos con los que conectamos cuando vivimos desde nuestra verdadera esencia.
Para saber si estamos operando según los parámetros del viejo o del nuevo paradigma basta con verificar si nuestra actitud general frente a la vida es el victimismo o la responsabilidad. Y en consecuencia, si nuestro estado de ánimo está condicionado por la reactividad, el conflicto y el sufrimiento o más bien por la proactividad, la aceptación y la felicidad. Dicho de otra manera: ¿Somos de los que nos quejamos cuando el agua de la ducha sale fría, o de los que valoramos y agradecemos cada vez que sale caliente?
Al igual que en una habitación la oscuridad no puede cohabitar con la luz, al asumir la responsabilidad personal el victimismo va perdiendo fuerza y protagonismo. Y poco a poco van desapareciendo las protestas, las lamentaciones, las críticas, los juicios, las quejas y demás actitudes ineficientes que tanto cianuro vierten en nuestro organismo. Como resultado, lo que nos queda son pensamientos y comportamientos originados desde la comprensión y la aceptación de que nuestras circunstancias son como son.
Dado que no podemos cambiar ni controlar lo que nos sucede –o de afuera–, el reto es aprender a poner nuestro foco de atención en lo de adentro. Es decir, en la actitud que tomamos frente a los hechos en sí. No en vano, la responsabilidad es la habilidad de responder. Y como cualquier otra capacidad, podemos cultivarla por medio del entrenamiento diario. En este sentido, comencemos haciéndonos una simple pregunta: ¿de qué manera somos co-creadores y corresponsables de las situaciones adversas que afrontamos en nuestro día a día?
En caso de que alguien nos insulte con rabia, por ejemplo, asumir la responsabilidad consiste –en primer lugar– en aceptar que quien nos ha insultado tiene todo el derecho a hacerlo, de la misma manera que nosotros tenemos todo el derecho de insultar a quien queramos. Así, los seres humanos somos 100% libres de hacer lo que queramos –en eso consiste el libre albedrío–, pero 0% dueños de las consecuencias que tienen nuestras decisiones y nuestros actos.
Partiendo de esta premisa, lo primero que conseguimos al asumir la responsabilidad es no reaccionar ante el insulto. O más concretamente: no perturbarnos por lo que la otra persona –esté en lo cierto o no, y más allá del tono emocional con el que se exprese–, ha dicho acerca de nosotros. Al conectar y vivir desde nuestra verdadera esencia, podemos elegir la manera de tomarnos las cosas que nos suceden.
De ahí que con la práctica y el entrenamiento escojamos afrontarlas con serenidad y aceptación. Principalmente porque es lo mejor que podemos hacer para preservar nuestro bienestar. Encarar lo que nos pasa con una actitud defensiva y beligerante no sirve para solucionar nada. Más bien complica y agrava la situación. La lucha y el conflicto tan sólo dan como resultado más lucha y más conflicto. Y en consecuencia, más sufrimiento.
Siguiendo con el ejemplo de la persona que nos ha insultado, al aceptar esta situación y no reaccionar, el insulto deja de tener poder sobre nosotros. Y al no tomárnoslo como algo personal, ni siquiera lo recibimos. Dado que nuestro estado de ánimo no se ha visto afectado por el insulto, no sentimos la necesidad de defendernos ni de atacar. Esencialmente porque tampoco tenemos la noción de que exista ningún agresor. Es más, al ver e interpretar la escena con objetividad y neutralidad, lo único que percibimos es una persona que al lanzar un insulto con rabia, primera y únicamente se ha dañado a sí misma. Más que verdugo, nuestro supuesto agresor ha sido en realidad víctima de su incompetencia emocional.
Esta es la razón por la que al entrenar el músculo de la responsabilidad, no reaccionamos al odio con más odio, sino que respondemos al odio con comprensión. Es decir, empatizando con el ser humano que tenemos delante, asumiendo que lo está haciendo lo mejor que sabe en base a su grado de entendimiento, a su estado de ánimo y a su nivel de consciencia. Y que el hecho de insultarnos no se debe a la maldad, sino a la ignorancia.
Por más que no estemos de acuerdo con el insulto, la otra persona –al igual que nosotros– está en su derecho de cometer errores para aprender y evolucionar. En el caso de contar con información veraz, energía vital y entrenamiento, seguramente actuaría de una manera más constructiva, ahorrándose la desagradable ingesta de chupitos de cianuro.
Y he aquí el quid de la cuestión. Al escoger no reaccionar ante el insulto podemos responder de la mejor manera posible. Y por «mejor» nos referimos a profesar una actitud, una palabra o un comportamiento útil, constructivo y eficiente. Y desde un punto de vista emocional, beneficioso tanto para nosotros como para la otra persona. Además, al entrenar nuestra habilidad de responder, fortalecemos la conexión con nuestra verdadera esencia, adentrándonos en un círculo virtuoso. Lo cierto es que al vivir desde lo mejor de nosotros mismos, aflora una inteligencia esencial que nos permite elegir libre y voluntariamente la manera de interpretar y de experimentar lo que nos sucede.
Por ello, cada vez que afrontemos una circunstancia adversa y nos venga a la mente un pensamiento perturbador, podemos aplacarlo por medio del discernimiento y la sabiduría. Y para lograrlo, hagámonos una simple pregunta en nuestro fuero interno: «¿Qué es lo que no estamos aceptando?» La respuesta nos hará ver que la limitación que genera nuestro sufrimiento no se encuentra en nuestras circunstancias, sino en nuestra manera de verlas e interpretarlas. En el caso del insulto, nuestra actitud victimista y nuestra conducta reactiva surgen al no aceptar que la otra persona tiene derecho a equivocarse y a pensar lo que quiera de nosotros.
Por medio de esta revelación, verificamos que nuestro sufrimiento no tiene nada que ver con la realidad, sino con nuestros pensamientos acerca de la realidad. Si bien solemos creer que seremos felices cuando cambien nuestras circunstancias, de pronto descubrimos que nuestras circunstancias comienzan a cambiar en la medida que aprendemos a ser felices. Por eso, la raíz de la responsabilidad se encuentra siempre en la conquista de nuestros pensamientos. Esencialmente porque estos son como semillas, que dan como fruto palabras, actitudes y comportamientos, que a su vez van determinando el rumbo que va tomando nuestra existencia.
Nos guste o no, somos co-creadores de nuestra realidad. En base a esta comprensión, la culpa, el rencor y el resentimiento van cayendo por sí mismos, al tiempo que lo hacen la violencia, el odio, la venganza y el castigo. Todos estos parásitos y venenos emocionales carecen por completo de utilidad y de sentido. Más que nada porque son autodestructivos. Y al liberarnos de ellos, empezamos a ver con más claridad por qué nuestras circunstancias actuales son como son y a comprender de qué manera pueden ser diferentes.
Aunque es cierto que cada uno de nosotros parte de una situación física, emocional y económica determinada, todos tenemos la posibilidad de convertirnos en quienes estamos destinados a ser, aprendiendo a experimentar felicidad (0% sufrimiento), paz interior (0% reactividad) y amor (0% lucha y conflicto y, en consecuencia, 100% servicio). La paradoja es que si bien el victimismo nos esclaviza, la responsabilidad nos hace libres. Y es precisamente esta libertad interior la base sobre la que podemos seguir nuestro propio camino por medio de interpretaciones y decisiones más sabias, que a su vez nos reporten nuevos y mejores resultados en las diferentes dimensiones de nuestra existencia.
Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.